Tradução

El traductor contrabandista

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El traductor contrabandista
  • Traducción del portugués al español: Natália Scalvenzi
  • Revisión de la traducción: Lívia Stumpf
  • Supervisión: Karina Lucena

La historia de la traducción quizás sea la historia de algunas metáforas. Desde el principio del oficio, persiste la idea de que no sirve decir simplemente “yo traduzco”. En algunos momentos, incluso el nombre “traductor” fue menospreciado. Acordémonos, por ejemplo, del paradójico consejo de Horacio a los traductores de todos los tiempos. En la Ars Poética, leemos: nec verbo verbum curabis reddere fidus interpres (“no trates de verter palabra por palabra, como fiel traductor”). O sea, para que se traduzca bien, no sirve solamente traducir — hay que hacer algo más. ¿Y qué sería esa acción adicional?

En los tiempos de Dom Dinis, en portugués, “traducir” significaba “convertir en lenguaje” o “trasladar”. Ahí está, implícita, una metáfora conocidísima del oficio traductor: la idea de que hay algo que se transporta, que se lleva de un punto a otro. El traductor sería, por lo tanto, una especie de barquero (¿quizás un Caronte?) que transporta cernes de palabras a través de cierto río peligroso y espera (o eso nos imaginamos) que esas mismas palabras no se conviertan en desprecio. 

Otra metáfora dice que el traductor es un corredor, en una carrera irresoluble, que está siempre pegado al autor, pero a la vez consciente de que lo prohíben sobrepasarlo a él. También se ha comparado al traductor a un músico que interpreta cierta partitura, o a un pintor que intenta retratar un paisaje. La partitura y el paisaje, claro, son la obra original.

Hasta acá, hablé de metáforas más o menos neutras. Hay unas decididamente negativas. Cervantes comparó la lectura de una obra traducida al acto de mirar una alfombra al revés. Nabokov afirmó, en un poema beligerante, que la traducción es el chillido de un papagayo, una charla entre monos o la profanación de un sepulcro.        

Desde que empecé a traducir (hace ya como una década), siempre miré mi oficio de una manera optimista. El traductor jamás me pareció un traidor, sino un intermediario, una especie de espíritu viajero, conectando mundos, culturas, lenguajes e individualidades.

La traducción, como la entiendo, es una forma de trascender las visiones binarias de la incomunicabilidad entre las culturas. La existencia de comunidades interculturales (como los judíos y los mozárabes que formaron la Escuela de Toledo, en el siglo XII) hace que zozobre la idea de que las culturas humanas son compartimentos estancos y que el traductor debe pertenecer necesariamente a un de los lados. La traducción que practico yo es una actividad fronteriza y encuentra su mejor representante en la figura del contrabandista.

El contrabandista es el tipo fronterizo por naturaleza: y es inútil afirmar que pertenece a uno u otro lado de la frontera que cruza incesantemente, llevando lo que sea necesario de acá para allá. El contrabandista es un tipo que se mueve, no un parásito estático. Lo que hace el traductor contrabandista en su incansable andanza es el acto de la creación estética. Es ese acto — la creación de lo nuevo a partir de lo que nos da la letra y el mundo — que libera al traductor del anatema de Horacio y convierte su actividad en algo infinito, que intentamos definir infinitamente.

Mi actividad de traductor siempre fue una extensión de mi actividad literaria — de la misma manera que afectan mi producción literaria las traducciones que he realizado. Mi interés por la poesía narrativa — incluso en su forma oral, que aún vive en nuestros repentistas — me llevó a traducir The Canterbury Tales, de Geoffrey Chaucer (Contos da Cantuária, en mi traducción). La idea de que el verso no es un obstáculo, sino un complemento o incluso un intensificador de la acción narrada, me llevó a mantener la forma metrificada y rítmica que existe en la obra original. 

Una característica común a muchos adoradores de la poesía oral es que sus ideas, afirmaciones y cuestiones parecen nacer naturalmente en verso — como si la redondilla mayor (metro preferido de los repentistas) fuera su forma espontánea de hablar. Traté de asimilar esa naturalidad del verso en mis traducciones (aunque traduzca preferencialmente en decasílabos). Al verter Contos da Cantuária, no me inspiré en traducciones académicas de la literatura medieval, sino en obras fundamentadas en la oralidad — como el Martín Fierro de Hernández; el Santos Vega, de Ascasubi; y el Antônio Chimango, de Ramiro Barcellos. No se trataba de hacer una simple transmisión de vocabularios, sino de captar un espíritu de expresión y reencender una comprensión del verso poético como una manera especial de hablar — una manera que nos permite, incluso, decir cosas que no se dirían de otra forma.

El contrabandista, decía yo, es un tipo del movimiento: cuando para, ya no es lo que fue. Para contrabandear, es necesario migrar constantemente. La idea de que la traducción es una forma de contrabando me parece un tónico salvador en tiempos de desesperación y un estímulo a que siga buscando el próximo vado y el próximo pasaje, aun cuando la sombra cubra mis pasos y la noche se llene de estampidos y del rechinar de dientes.


José Francisco Botelho es periodista, escritor, poeta y traductor. Su mano tradujo Contos da Cantuária, de Chaucer, Romeo y Julieta, de Shakespeare, entre otras obras. 

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